En noviembre de 2002 el mejor wing de la historia del rugby anunciaba su retirada. Avisó de que volvería, pero nadie le creyó. Jonah Lomu está más vivo que nunca.
En la memoria de los buenos aficionados se guardan muchos momentos inolvidables. Uno de ellos se remonta al 18 de junio de 1995. Semifinales de la Copa del Mundo. Inglaterra-Nueva Zelanda. Ese día, Jonah Lomu reinventó el rugby. Inglaterra jugaba en casa, en su catedral, Twickenham. Acababa de eliminar en cuartos a Australia, la campeona del mundo. Había arrollado en el Cinco Naciones. Su delantera presumía de ser la más poderosa, dura y cruel del planeta. Era la gran favorita.
Minuto 3. Lomu atrapaba una pelota con la mano con la facilidad con que sujetaría una pera y se ponía en movimiento.
Parecía una montaña: 1,98, 118 kilos, 10.8 como marca en 100 metros. Tony Underwood (1,78, 86 kilos), uno de los mejores wines del Viejo Continente, no tuvo tiempo ni de sentir miedo. Se lanzó a los pies del gigante neozelandés, que se lo quitó de encima como si fuera una pluma. Luego, Will Carling, capitán inglés y uno de los grandes placadores del planeta, acabaría estampado en el suelo con la bota de Lomu machacándole la nariz. Y el «all-black» seguía devorando metros. Quedaban cuatro para marcar el try y sólo Mike Catt, el fullback, se interponía ya en su camino. Intentó pararle, pero rebotó en Lomu y el expreso de Auckland lo pisoteó antes de marcar el primer try. Logró tres más de similar factura, arrasando todo lo que le salía al paso. Días más tarde se proclamaría campeón del mundo y se convertiría en el rugbista más famoso del mundo. Hasta el fútbol americano intentó su fichaje. Estaba en plenitud de facultades. Sólo tenía 20 años. Era imparable.
El fatal diagnóstico
Pero muy pronto comenzaría su calvario. En 1996 le diagnosticaron un síndrome genético y congénito que estaba secando sus riñones, inutilizándolos. Para cualquiera hubiera supuesto el fin, pero él era el «hombre-montaña». Mantuvo un duro pulso con la enfermedad. Siguió jugando. Continuó asombrando al mundo con sus carreras, pero cada día eran un poco menos rápidas y él era algo menos fuerte. El mal fue ganando poco a poco la batalla. El 23 de noviembre de 2002 disputaría su último partido. Anunció su retirada, aunque pronunció un emotivo «hasta luego» que nadie creyó, y se dispuso a enfrentarse a su peor enemigo.
Tuvo la guerra perdida. El 31 de mayo de 2003 ya sólo sobrevivía gracias a un tratamiento continuado de diálisis. Necesitaba limpiar su sangre cada noche. Aún hoy grandes cicatrices en sus antebrazos le recuerdan lo que sufrió.Apenas podía mantenerse en pie. Eternamente fatigado, su cuerpo estaba envenenado. Le salvó su mente y un sueño: volver a jugar. Pero la realidad se lo ponía cada vez más difícil.
Su regreso empezaba a ser una quimera cuando se cruzó en su vida un admirador muy especial. Grant Kereama era un viejo amigo de la infancia. Se conocían de Wellington, la ciudad donde recaló la familia Lomu recién emigrada de Tonga. Aquel compañero de juegos, locutor en una emisora de radio, fue a verle y le preguntó:
-¿Jonah, qué necesitas?
-Un riñón nuevo, Grant.
-Yo te lo doy.
-Pero lo utilizaré para jugar.
-No me importa. Si te lo doy es tuyo. ¡Haz lo que quieras con él!
El 20 de julio de 2004 se hizo el trasplante. Cinco horas de operación y 35 puntos de sutura desde el plexo hasta el ombligo. El doctor Stephen Munn, especialista del hospital de Auckland, conociendo los deseos de su paciente, decidió colocar el nuevo riñón delante de los dos ya inservibles de Lomu, pero un poco más arriba del lugar habitual para este órgano. Lo implantó bajo el diafragma, protegido por la undécima y duodécima costillas, para intentar salvaguardarlo de futuros golpes.
El camino de retorno comenzaba, pero aún fue muy largo. Que no hubiera rechazo, que se curase la herida, que aceptase la medicación, recuperarse, volver a entrenarse y, por fin, saltar de nuevo a un campo. Fue hace un par de semanas en Italia, en un partido entre el Cardiff galés, su nuevo club, y el Calvisano. Sólo disputó 60 minutos. Un auténtico milagro. Ya lleva tres partidos y precisamente ayer logró su primer ensayo. Pero quiere más. Estar en el Mundial 2007. Volver a entonar el cántico guerrero de los maoríes, la temible «Haka» («Ka mate, ka mate, ka ora, ka ora», «A la muerte, a la muerte, a la vida, a la vida»). Con 30 años y un sólo riñón, vuelve a ser imparable.