Mucho se habla de la solidaridad en el rugby. Ese concepto, en la mayoría de las veces, fue un estandarte de miles de obras que reivindicaron al ser humano amante de este deporte. Todo nacido detrás de la ovalada.
El rugby, en su espíritu amateur, implica una suerte de buenos gestos nacidos por la sana competencia. Significa compartir el rugby y dar lo que nos sobra del rugby. Pero, ¿cómo ser solidarios cuando el rugby es lo único o lo poco que tenemos? Es lo que sucede con los humildes clubes que son los más amateurs dentro del amateurismo. Los que saben que quizás nunca van a ser campeones, o a van jugar un torneo nacional o del interior, pero al rugby lo juegan igual. Ese es el caso del club Corsarios de Tucumán.
Está ubicado en el límite norte de San Miguel de Tucumán, dando el primer paso hacia adentro del departamento Tafí Viejo, enclavado en el humilde barrio Los Pocitos. Los Piratas tienen su predio lindante al canal norte, lugar en donde viven familias con las necesidades básicas lejos de satisfacerse. Los barrios siguientes, Agua y Energía, Diagonal Norte y 17 de Marzo tampoco tiran manteca al techo. Es común observar la alternancia de casas de maderas con los más suertudos que pudieron parar una de material. Las calles son de tierra, con cordones cuneta que sirven de cauce para las aguas que nunca se saben de dónde vienen ni a dónde se van. Entre ese paisaje tercermundista, es común observar, en una tarde de entrenamiento, como las camisetas negras van marchando hacia el club.
Vienen algunos pibes del canal, algunos se adaptan a lo que pregonamos: que sean buenas personas. Otros prefieren seguir otros caminos, dijo el vicepresidente del club, Hugo Pichuco Flores, mien-tras levanta la vista, achica los ojos y observa el cúmulo de carepetidas veces, les robaron un vestuario entero y la utilería fue visitada en varias oportunidades por los amigos de lo ajeno. Aún así, el Pirata se levanta y sigue. Si hay algo que distingue a este club es la solidaridad. Estamos en una zona de gente de barecursos. Nosotros intentamos darle contención a los pibes, admite Pichuco.
Justamente, cuando los chicos de las infantiles salen a la cancha, se observa a un niño de capacidades especiales correr al lado de sus compañeros. Con el partido comenzado corre y pasa la pelota como los demás. Se lo nota feliz. Y allí el cronista comienza a entender lo que es Corsarios.
Es quizás el club más humilde de la elite del rugby tucumano. Nació un 27 de diciembre de 1947 y por su predio pasaron miles de historias. Como la de Coco Pérez. Hijo del cuidador de los cañaverales que había enfrente del club. Que jugaba con alpargatas o con lo que hubiera a mano para ponerse en los pies. Que reconoció él mismo que el club lo formó como persona. Y que hoy se para orgulloso al costado de la cancha para ver a su hijo Elías en las formativas. Hoy tenemos 250 jugadores en total. Tratamos de integrar a todos. Hace un par de años teníamos en preintermedia a Luisito Ibarra, que sufrió la amputación de una parte de su brazo pero que igual jugaba con nosotros, contó Pichuco.
Caída ya la agobiante tarde, un hombre viejo que vive al frente del club sacó su silla para tomar el fresquito de la noche. Es notable el amor que tienen los muchachos por el club. Yo de rugby no sé nada. Pero los vi cortar el pasto bajo los rayos del sol, pintar el quincho, marcar las canchas, en fin. Hicieron de todo para que el club siga funcionando, respondió el viejito. Aquí hubo grandes dirigentes como Luis Chichiolo y grandes personas como Julito Carrizo, quienes dejaron una huella imborrable en el club. Tenemos una masa societaria que no es muy pudiente, por lo que necesitamos la ayuda del gobierno para seguir adelante, completó Pichuco.
Un chango del club le pone el candado al portón de entrada y saluda con un gesto sonriente. Ojalá que cuando vuelva mañana esté todo, dijo y se perdió en la oscuridad pedaleando su bicicleta. Corsarios se duerme en medio de la noche de Los Pocitos. Al otro día despertará, y las camisetas negras volverán para darle vida a lo único que tienen: el rugby.
Por: Juan Urchevich
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