La vida de Norberto Santos cambió para siempre el día que un patrullero fue a buscarlo a un picadito en el que jugaba con amigos. Era 3 ó 4 de abril de 1982, no recuerda bien, pero la declaración de la guerra en Malvinas todavía estaba fresca en su cabeza. Era categoría ´62, la de casi todos los pibes que fueron a las Islas, y tenía pasión por el deporte: jugaba al fútbol en las Inferiores de Cambaceres y al rugby en Albatros.
De Tolosa fue a Palomar, de ahí a Río Gallegos y después a las Malvinas. Apostado a un kilómetro del Monte Longdon como apuntador de mortero, sufrió hambre, frío y todo tipo de privaciones. Tan improvisado era la situación que llegó a pensar que los combates nunca iban a concretarse: había pibes con zapatillas Flecha y las estufas eran a leña, en una geografía sin árboles. Cuando la comida escaseó y ya no se podía prender fuego, comenzó a comer ovejas crudas. Pero eso era solo el principio.
El 12 de junio, dos días antes de la rendición, dejó su posición para asistir a un herido y dos morteros le cayeron a unos pocos metros, uno a la derecha y otro a la izquierda, que le arrancó el brazo y parte del fémur y le llenó el cuerpo de esquirlas. “Abrí los ojos y un compañero me decía que no me podía levantar, entonces vino otro y me arrastraron”, recuerda. A eso se sumó un tiro en el pecho que –supone- fue un tiro de gracia para que dejara de sufrir. “Nunca lo pude comprobar, porque cuando pedí la historia clínica el Ejército me la negó”, explica.
Pasó un año en terapia intensiva, primero en el Hospital Regional de Comodoro Rivadavia y después en Campo de Mayo, más otro año de rehabilitación. A Tolosa volvió recién en 1984: cuando llegó al barrio, sus amigos del club Albatros fueron a buscarlo, pero no quiso recibirlos. Se escondía, le daba vergüenza. Salía a correr, perdía el equilibrio y se caía: tenía que aprender a vivir de nuevo.
Al fútbol volvió a jugar de manera recreativa. Al rugby le costó: al principio no podía ni mirarlo. Pero el año pasado recibió una invitación y hasta se dio el gusto de participar unos minutos en un amistoso. Su verdadera satisfacción, sin embargo, no pasa por ahí sino por sus hijos, que siguieron su tradición en el club Albatros de La Plata: “Hoy los veo a ellos y me veo a mí y a mis sueños de deportista”.
Por Leandro Cócolo