La pandemia de coronavirus provocó en apenas semanas lo que no pudo la Segunda Guerra Mundial tras seis años de millones de muertes y destrucción: un borrón de todas las grandes competencias deportivas y también de toda actividad deportiva social.
Están cerrados los grandes estadios que alojaban hasta hace unas horas a multitudes como también los clubes y los gimnasios; ni en las plazas ni en los parques se ve a gente practicar alguna habilidad con una pelota ni desarrollar alguna destreza física. No hay competencias profesionales ni recreativas. Así como la industria del entretenimiento continúa en parte, vía streaming, el deporte en las pantallas sólo puede ser revivido con imágenes de archivo. O mediante los eGames, que tal vez tras el fin del coronavirus aceleren su dominio en el futuro podio del poder.
Las estrellas que hasta hace un rato tenían en vilo a gran parte del mundo ahora pasaron a ser fotos y videos de Instagram, donde se muestran como mortales en sus mansiones o haciendo ejercicios o vendiendo las marcas que las patrocinan. Perdieron por ¿un momento? su rol de héroes, ahora en manos de personal médico, de enfermería y de limpieza (quienes fregan a cada instante todo material para alejar al virus, limpian veredas y levantan la basura de la calle). Esa gente se lleva cada noche los aplausos desde los balcones, mientras que los rezos no van a quienes pueden ganar un partido o un título, sino al universo científico que busca la vacuna para la cura del microbio que nos tiene en jaque.
Es más que probable que cuando el deporte retorne a la acción, las canchas vuelvan a llenarse y la televisión nos brinde material en vivo para que estemos 24 horas entreteniéndonos o sufriendo por nuestros equipos. Pero también es muy posible que al igual que todas las demás actividades de la vida, algo cambie después de esta pandemia. El deporte utraprofesional, que salió fortalecido del crash financiero de 2008, seguramente verá romper la burbuja que en la última década manejó números casi obscenos. El diario El País, de España, publicó el sábado un lúcido informe en el que revela que apenas siete deportes, entre ellos, el rugby, generan por año 87.000 millones de dólares, básicamente por los derechos de televisación.
¿Qué pasará con el rugby, que es lo que nos concierne aquí? ¿Cómo se sostendrá el profesionalismo, que ya venía en crisis con estadios vacíos, pantallas apagadas y jugadores y entrenadores en sus casas? No existen esas urgencias en el rugby de clubes doméstico. Pero este tiempo de aislamiento podría servir para la reflexión. Por ejemplo, y tomando como guía el planteo que hizo Bill Beaumont sobre el uso de los suplentes – rugby de XXIII , publicado en LA NACION hace una semana-, repensar algo que siempre señalaba el recordado Alejandro Conti: “Acá tenemos a jugadores amateurs jugando con reglamentos hechos para profesionales”.
Alejandro Voltán, de Belgrano Athletic, propuso a su club que lleve a la URBA un cambio de reglamento que, entre otras cosas, permita sólo tres cambios tácticos, entendiendo que es un riesgo para la salud de los que quedan en la cancha jugar la última parte de un partido contra seis o siete jugadores que entran descansados. Voltán sostiene que esta situación se agrava porque no todos los clubes tienen planteles numerosos. Marcos Julianes, de Virreyes, apunta a “cambiar un reglamento que obliga a ir al piso para proteger la pelota y reiniciar, algo que pone en riesgo las partes sensibles del cuerpo y la cabeza”, “entrenarse dos o a la sumo tres veces por semana” y “penalizar el doble tackle y el tackle arriba de la cintura”.
Como el rugby profesional en la Argentina se nutre de los clubes, estos cambios perjudicarían ese primer aspecto que la UAR prioriza. En ese caso, habría que establecer, como están haciéndolo los gobiernos con la salud y la economía, cuáles son las prioridades.
Por: Jorge Búsico
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