Sueño de Puma. Héctor Ríos, de 15 años, juega en el M-16 del Tala Rugby Club. Es ayudante de albañil, estudia carpintería y da una mano en el hogar. El chico que la pelea y que quiere llegar, cuenta su historia y de cómo el deporte lo cobijó.
El rugby raspa. El rugby duele. Cansa. El rugby es fuerza, al límite. El rugby también es un hombro. Un oído. Un brazo extendido. El rugby es un refugio. Y un empezar constante.
Héctor experimentó todo esto fuera del deporte, mucho antes. Porque la vida raspa. La vida duele. La falta del mango cansa. Hay hogares que pueden superarlo. Otros no. En el de él, con su viejo recuperándose de una fractura de pierna y su mamá, los tres son también fuerza. Hay un hombro dónde apoyarse. Hay un refugio bajo ese humilde techo de barrio Cerro Norte, en Argüello. Y también hay un empezar de nuevo, siempre.
–Decime Chancho, no hay problema. Así me dicen en casa.
El “Chancho” es Héctor Ríos. El hijo de Mario Daniel y de Sonia Arias. Tiene 15 años y juega en el M-16 de Tala Rugby Club. Dejó el secundario (pero promete regresar) y es ayudante de albañil. También estudia carpintería. El Chancho se crió allá al fondo de la zona norte, donde las urgencias y las necesidades le traban un scrum desde que es chico. Pero, de alguna manera, él sabe que se puede sacar una pelota limpia para seguir avanzando ante los problemas.
“Si no fuera por el rugby yo sería un chico de la calle”, le dice a Día a Día. El silencio es la única reacción ante tamaña confesión. Y sigue. “No voy al cole, este año tuve que dejar, me quedé de curso en segundo y ahora laburo. Iba al Ricardo Palma, tuve que dejar. Mi idea es seguir estudiando. Si fuera por mí me dedico a trabajar, pero hay que terminar el secundario”, agrega como tratando de prometérselo en voz alta.
Héctor Ríos tiene varias vidas transcurridas ya. Sí, sabe más que lo que tendría que saber. Rebuscárselas. Y las carencias se suplen con garra. Peleándola. “Mi viejo está esperando el alta después de que se fracturó tibia y peroné. Yo soy ayudante de albañil. Hago mezcla, ayudo en la obra cuando me llaman. Lo ayudo a él. Me quiere enseñar más cosas. Y yo quiero aprenderlas”, completa Héctor.
El Chancho suena con hibridez. Tiene la ternura del chico que se resiste a crecer. Pero tiene el crecimiento acelerado de esas luchas diarias. Si las sabrá. Martes y jueves de 19 a 21 son los entrenamientos. Y él se va caminando desde su casa. “Tenía una bici pero se me rompió. Voy a pata, no hay problemas. A la vuelta me tiran en algún auto cerca de casa y eso me ayuda”, explica con sencillez. Héctor no quiere perderse un entrenamiento, un partido.
“Me encanta el rugby. Yo hacía karate, pero dejé. Mi papá me llevó a jugar al rugby por mi físico. Y es una pasión. Hace tres años que juego. No sabía lo que era una pelota. Yo soy pilar derecho.Te cuento una…”, ya habla con más soltura frente a tanta timidez: “No sabés lo que fue cuando hice el primer try. Fue contra el Athletic. Estaban mis viejos en las tribunas. Me largué a llorar. Nunca sentí tanta felicidad como en ese momento”.
Un cambio total
Ahí se sintió importante. Y sintió que estaba haciendo algo por él, que el rugby le estaba dando algo tan firme como la misma escuela.
“Me ayudó a crecer el rugby, me cambió en todo. Me organizó todo, a tener más amigos. Me cambio la cabeza, me ayuda a pensar en cosas buenas en querer salir”, completa el pibe. Pero no todo fue fácil, como todos los comienzos. “Me veían raro. Por ahí yo también me sentía sapo de otro pozo. Todos vienen en autos y yo venía en una bici floja. Pero uno se va conociendo y las cosas van cambiando”, reafirma.
Además, del otro lado también había tirantez. Es lógico, eso de que un “cabecita” se junte con los “chetos”. Suele ser un prejuicio que juega desde los dos bandos. En el barrio también miraron con recelo al Chancho, por eso de juntarse con “otro tipo de gente”.
Es que las relaciones no son fáciles y él mismo lo desgrana: “Uno piensa siempre de una manera hasta que conoce a los demás, pero hay un gran grupo y amigos”.
Las luchas en casa
“Yo tengo que salir a laburar también. Me reparto entre ir a la obra, el curso de carpintería, la familia y el rugby”, dice el Héctor.
Y la visa también le sonríe por otro lado. Su hermana, Estrella, fue mamá hace un año y medio y Héctor es el tío de Ivo. “Ya le regalé una guindita, para que se vaya acostumbrando. Capaz que de chico se anime, ojalá. Y cuando pueda le voy a comprar la camiseta del club y la de Los Pumas”.
El Chancho se tomó bien a pecho el rugby. Es su vida. Le encanta ir a entrenarse con los compañeros. Se arma de espacios para no perderse las prácticas. Tiene que cruzar varios barrios para llegar caminando, su única vía para poder ir al club. La tarde está cayendo en El Tala. Los muchachos están trotando alrededor del campo de juego. Él “se peina” para la foto. Son muchas. Una rareza para su vida. Pero se abrió a la nota, a contar su historia y a seguirla remando. Los compañeros lo cargan, lo charlan. También posan mientras los entrenadores se ríen y les gritan cosas. “Por ahora estoy jugando de suplente, sé que me falta. Yo no sabía nada del rugby. Ahora siento que me encanta y presto atención a todos los partidos”.
–No me digas que encima te ves los partidos…
–Todos. No me importa quién juegue. Si juegan Los Pumas, obvio que más. Pero veo otras selecciones y las transmisiones que engancho. Eso ayuda para que uno conozca más de cómo hay que jugar, ver las jugadas que se arman, es como para aprender más, pero también porque me gusta.
Héctor, el Chancho. El que dejó el cole (pero que a la hora de esta nota prometió terminarlo) y el que encontró en el rugby una escuela nueva. Contención. Pero él también pone lo suyo. Es el chico que sueña con jugar en la primera y en Los Pumas, pero también es aquel que quiere que el destino cambie en su hogar. Y para eso también se entrena.
Más que un par de botines
Héctor, el Chancho, no tiene problemas en asumir las carencias. Y lo sabe tomar a risa. “Tengo un sólo par de botines. Por ahora vienen aguantando bien. Pero, seguramente, algunos usaditos manguearé, jaja”, dice sonriente, de boca ancha. Es así la vida, hay que pelearla para adelante. El pibe, que se entrena en el M-16 de Tala, está bien rodeado. Cuarenta y pico de muchachos se entrenan junto a él, bajo las órdenes de Christian Ohanian, Diego Sugasti y Gustavo Sanabria. Un equipo de profes que no escapan a las realidades de cada uno de sus muchachos, más allá de la situación social que tenga. Todos tienen un lugar de consideración por igual. Se los trata con respeto, con afecto y con rigor. Porque hay que cumplir en la semana también.
“Me han ayudado. A veces no llego con la cuota y me esperan. El mánager, cuando me tuvieron que fichar, él me pagó el fichaje y quedamos en que le voy a ir devolviendo. Me ayudan un montón, pero también uno tiene que crear una conciencia de devolver, porque a todos nos cuesta”, dice con agradecimiento Héctor. “Hay buenos pibes. Hay que ayudarlos en la medida que se pueda, para eso estamos”, cuenta Sugasti a Día a Día. Pero las flexiones, las vueltas a la cancha y los ejercicios deben terminarse. Y así pasa.
Por Julio Moya (diadia.com.ar)
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