El entrenador de los All Blacks, Ian Foster, no se equivocó cuando dijo que había sido un año como ningún otro y cuando terminó la temporada oficial en Australia, pidió a los fanáticos que respiren hondo y disfruten del verano.
Por encima de todo, en un momento de una pandemia sin precedentes, los neozelandeses aún lograron tener los beneficios de una temporada de rugby competitiva como resultado de cumplir estrictamente con los requisitos establecidos por el gobierno.
Los partidos no solo pudieron disputarse de manera normal y con público, sino que ocurrieron frente a estadios repletos, algo que pocos países del mundo podrían siquiera contemplar.
En el centro de la temporada que surgió a raíz del bloqueo otoñal del país estuvo la implementación del Super Rugby Aotearoa en el que las cinco franquicias kiwi jugaron un torneo de dos rondas de inmensa calidad. Desde el puro sentido del rugby, el torneo doméstico también impactó de otras dos formas.
Después del paso en falso dado en Japón 2019 llegando hasta semifinales, el técnico tuvo la posibilidad de hacer debutar a nuevos jugadores, algo que no había sido tan común en el rugby de Nueva Zelanda en donde esta rotación sólo se pudo ver en las temporadas 2011/2015.
En ambos casos, la planificación de la preparación había asegurado una transición sin problemas, por lo que, cuando el equipo perdió un núcleo de experiencia, los All Blacks pudieron continuar el punto en el que crearon un récord de éxito que los ubicó en el puesto número 1 del mundo durante una década.
Se hizo necesaria una transfusión de nuevos talentos. Y, como sucedió después de las Copas Mundiales de 1999, 2003 y 2007, los All Blacks de 2020 sufrieron pérdidas en el camino. Sin embargo, a pesar de esas frustraciones, consiguieron la Bledisloe Cup y ganaron otro título en el Tres Naciones.
El segundo impacto, que no ha sido tan evidente, fue la exigencia de la propia temporada de Super Rugby Aotearoa. Proporcionó una distracción necesaria para el país, y cuán necesario era eso, se hizo evidente cuando los estadios se abrieron al público. Acudieron en masa a los partidos de una manera que no se había visto en muchos años.
Como dijo Foster, “el Super Rugby fue realmente oportuno para nuestro país. Hicieron un trabajo fantástico, las franquicias”, dijo.
Esto no solo se midió por lo que ocurrió en la cancha. El juego estuvo en otro nivel en sí mismo dadas las demandas semana tras semana de los jugadores, pero de lo que estaba sucediendo a su alrededor.
Pérdidas de empleo en la comunidad en general, incertidumbre sobre el futuro de sus contratos, preocupaciones inmediatas por el bienestar de amigos y familiares, todos afectados por la realidad de Covid-19, y el constante movimiento de terreno sobre lo que podría o no suceder, creó un ambiente que afectó a todos en el país.
Los jugadores de rugby no fueron inmunes a esas preocupaciones y el tiempo puede revelar el precio que les costó. Tiene que haber una sospecha, que las demandas de Super Rugby Aotearoa tuvieron un costo físico que conscientemente, o de otra manera, impactaron más adelante en su año.
Por el momento, Foster y su staff de entrenadores pueden respirar profundamente para reflexionar sobre sus acciones de juego. El avance de jugadores como Caleb Clarke, Hoskins Sotutu, Akira Ioane, Alex Hodgman, Cullen Grace, Tupou Vaa’i, Tyrell Lomax y Will Jordan fue típico del sistema de los All Blacks.
Por debajo del nivel de test, la Mitre 10 Cup, disfrutó de un rejuvenecimiento, mantuvo su papel como trampolín hacia el Super Rugby, como se refleja en los equipos nombrados para 2021. Hay muchas posibilidades de que aún más jugadores puedan surgir la próxima temporada como contendientes para su inclusión el equipo de la Copa del Mundo de Rugby en Francia en 2023.
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