Aquel Mundial de 1995 fue el que marcó tantas cosas para el rugby mundial que ponerlo en contexto cuesta con el paso del tiempo. Un presidente que cambio a un país a partir del deporte y el rugby.
Sudáfrica había salido del ostracismo internacional tres años antes y abría sus fronteras al mundo, mostrando un país único, tan apasionante como inquietante; con tantas certezas como dudas.
La figura del presidente Nelson Mandela, ya de por sí fuerte por su historia personal y actividad política, fue un elemento más en un Mundial que fue increíble.
El bagaje que traía Mandela a la presidencia era gigante. Miembro del Consejo Nacional Africano (ANC), había liderado su grupo político que luchaba contra la política de Apartheid sudafricana. Por definición, el Apartheid era una política de segregación racial que involucraba la discriminación política, legal y económica contra quienes no eran de raza blanca.
Abogado de formación, Mandela fue líder del movimiento que buscaba mayor equidad para todos los sudafricanos, inicialmente sin violencia. A pesar de ser arrestado muchas veces, no fue hasta que planeó y llevó a cabo una serie de bombardeos a objetivos blancos -en una lucha que se había convertido violenta, violencia que duró más de dos décadas- que pudieron sentenciarlo por conspiración y traición. Estuvo preso 27 años entre 1962 y 1990 y en sus años de prisión, muchos en aislamiento, pudo encontrar la paz interior que lo llevó a ser un líder de la oposición tan fundamental que el gobierno blanco no tuvo otra opción que liberarlo y darle su lugar en el escenario nacional.
De una Sudáfrica oprimida por los blancos, la figura de Mandela encontró en su interior la forma de pacificar y unir las razas, olvidar viejos odios y trabajar por la reconstrucción de una nueva república. Cuando en 1994 se realizaron las primeras elecciones con participación de toda la población, el premio Nobel de la Paz 1993 (junto a Frederick de Klerk, el presidente que lo liberó y a quien reemplazaría) se llevó con una mayoría abrumadora la elección presidencial. Fue el presidente de su país entre 1994 y 1999.
De no haber estado Madiba (padre de la Nación) según su apodo en Xhosa, aquel Mundial no se habría organizado. Por eso, cuando apareció con una camisa multicolor en el partido inaugural, en una inolvidable tarde de sol en Ciudad del Cabo, el país estaba ante un nuevo amanecer.
Sentado en la tribuna de prensa, aquella tarde era mi primera experiencia en una Rugby World Cup (dos años antes había cubierto el primer Mundial de Seven). Si bien había estado otras tres veces en Sudáfrica en los cuatro años previos, lo vivido en ese momento fue impagable; la transformación estaba en marcha.
El rugby seguía siendo dominio blanco, casi su único oasis. Cuando Mandela pisó el césped de Newlands para inaugurar el torneo, no pudo empezar a hablar hasta que los 52 mil espectadores pararon con su canto de Nelson, Nelson, Nelson. Nunca olvidaré los ojos vidriosos de dos colegas y amigos sudafricanos: Dan Retief y Clinton van der Berg, ambos entonces del Sunday Times, separados por unos 20 años de diferencia y distintas visiones de lo que era su país. Sentí, y lo digo siempre que hablo de ese momento, que estuve con Mandela. Su presencia era tal que cada uno de los que estuvimos ahí sentimos una intimidad impresionante con una de las grandes figuras de la historia.
Estrategia o no, no se lo volvió a ver a Mandela en el Mundial hasta la tarde de la final.
Veintinueve horas antes, en uno de los enormes salones del mismo Ellis Park donde se jugaría la final, las uniones de Nueva Zelanda, Australia y Sudáfrica le anunciaban al mundo que habían firmado un contrato televisivo de 550 millones de dólares por diez años por dos torneos con sus equipos. Nacía ahí, indudablemente, el rugby profesional (recién en agosto el IRB transformó en abierto al rugby, pudiendo participar tanto amateurs como profesionales).
Argentina tuvo un paso sin victorias por segundo Mundial consecutivo. Cerca había quedado con Inglaterra, cerca con Samoa y cerca con Italia, mas allá de que los tres habían sido partidos muy distintos. Con dolor, un pack temible, no pudo generar el impulso suficiente para poder festejar un triunfo, aunque era difícil con dos entrenadores que casi ni se hablaban.
Según cuenta El Factor Humano, el buen libro del escritor inglés John Carlin, la mañana de la final Mandela decidió vestirse con la casaca número seis del capitán François Piennar y una gorra que le había regalado el plantel, en la madrugada del partido. Aquel libro que luego se convirtió en Invictus, la película de 2009 con Morgan Freeman (Mandela), Matt Damon (Pienaar) y dirigida por Clint Eastwood, cuenta de manera fehaciente la transformación sudafricana.
Cuando Nelson Mandela entró al vestuario vestido con la camiseta de los Springboks supimos que no podíamos perder; le cambió el espíritu y la actitud al equipo, contó alguna vez Chester Williams, el único no-blanco en el equipo que dos horas más tarde, en el segundo tiempo extra, le ganó a los All Blacks 15 a 12.
Durante el Mundial, para quienes estábamos allí pasando esa transformación no era tan notoria o visible. La historia sudafricana se estaba escribiendo desde el deporte. Fue luego que se empezó a edificar una sociedad mejor a partir de lo edificado en ese Mun-dial.
Nuestro país no tiene un Mun-dial que organizar, ni un equipo que unifique a partir de la pasión (quizás el seleccionado de fútbol), pero sin éxitos notorios, no alcanza ese nivel. Con gigantescas diferencias en todo sentido, Argentina enfrenta desafíos gigantes desde lo social, económico, moral, cultural y porqué no, lo deportivo.
Cada país tiene lo suyo; me dieron ganas de contar esta historia en la que el deporte, nuestro deporte, pudo generar un cambio en un país que estuvo mucho peor que el nuestro.
Por: Frankie Deges
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