El tercer puesto de Los Pumas tiene un valor adicional por las circunstancias en que se consigue. Pero más allá de caer en el lugar común del amateurismo vigente en Argentina, la falta de competencia internacional o las dificultades para juntar sus jugadores que actúan en el extranjero, este equipo se convirtió en el tercero del mundo con más problemas aún.
PARÍS – El tercer puesto de Los Pumas tiene un valor adicional por las circunstancias en que se consigue. Pero más allá de caer en el lugar común del amateurismo vigente en Argentina, la falta de competencia internacional o las dificultades para juntar sus jugadores que actúan en el extranjero, este equipo se convirtió en el tercero del mundo con más problemas aún.
Y hay quienes creen que fueron estas adversidades las que cimentaron su gloria. Desde el comienzo, las lesiones de Martín Gaitán o José María Núñez Piossek, dos titulares en la previa, fueron los primeros golpes. Después llegaron lesiones sobre hombres importantes en su esquema como Gonzalo Longo o Gonzalo Tiesi (también aparecían como posibles titulares del partido inaugural), y por último la denominada zona de la muerte, por delante.
Lo cierto es que Los Pumas superaron todos los escollos con un cóctel simple pero no por eso sencillo: trabajo, confianza y corazón. Con muchas horas de trabajo mancomunado entre cuerpo técnico y jugadores, los ejecutantes siempre creyeron en lo que hacían, más allá de que algunas veces salió mejor que en otras, pero lo que nunca faltó fue su espíritu batallador en cada situación de juego.
Una mente brillante
A la hora de explicar la mejor actuación de Argentina en los Mundiales, el lugar de partida tiene nombre y apellido: Marcelo Loffreda. Desde el 1° de mayo de 2000, cuando el Tano asumió la conducción del equipo, seguramente pocos imaginaban un tercer puesto en el Mundial. Pero este meticuloso del trabajo supo dar un orden de juego, y sobre la base del respeto y la impronta Puma que solo él supo transmitir, el equipo llegó a su punto más alto.
Loffreda concluyó su exitoso ciclo de la mejor manera. Le ganó a Francia, equipo local y candidato, dos veces en un hecho que se acerca mucho a un título de campeón. Con un juego por demás eficaz, Los Pumas perdieron solo un partido (ante Sudáfrica) de los siete que jugaron. Apenas recibieron tres amonestaciones en todo el torneo, y en los seis partidos que ganaron fueron vulnerados con tres tries, exhibiendo una de las mejores defensas del mundo.
Loffreda se supo rodear de colaboradores que interpretaron sus ideas a la perfección. Daniel Baetti fue su complemento (amigo) directo, y el inglés Les Cusworth desmenuzó a cada rival para encontrar sus falencias. Diego Cash alimentó a los forwards y Mario Barandiaran al juego de los backs. Nicolás Basdedios Molina hizo el análisis de video, mientras que el cuerpo de preparadores físicos y médicos el resto. Todos como una unidad inquebrantable.
Una orquesta siempre afinada
Pero los ejecutantes y mayores protagonistas de esta historia fueron los jugadores. Tal vez el mejor grupo de la historia. La mezcla exacta de juventud y madurez, con experiencia y hambre de gloria, con la desfachatez de quienes creen en que los sueños pueden ser realidad.
Agustín Pichot puede resumir todo eso en una persona. Líder espiritual y estratégico de Los Pumas, el medio scrum fue el termómetro del equipo con Juan Martín Hernández como su pareja perfecta. Puro talento, este diamante en bruto que jugó de apertura, tuvo tal vez algunos de los destellos más brillantes que ofreció esta RWC.
Pero en el pack de forwards, este equipo tuvo sus raíces. Una primera línea sólida, que mostró un recambio inalterable en su producción, con Rodrigo Roncero como el más destacado. Una segunda línea homogénea en la que brilló un Patrico Albacete llamado a ser uno de los líderes en el futuro (jugó todos los partidos completos de la RWC). En la tercera línea, el ejemplo de Gonzalo Longo fue contundente: lesionado, se recuperó y fue de lo mejor en los últimos años, pero sus compañeros no se quedaron atrás con Juan Fernández Lobbe a la cabeza.
Entre los backs, la gran revelación fue Horacio Agulla. El más jóven e inexperto del equipo, llegó como una sorpresa y terminó como titular indiscutible, con argumentos de sobra.
Felipe Contepomi fue otro que puede resumir la escencia del equipo en su persona. Talentoso, sanguíneo e inteligente, el mellizo tuvo una gran Copa y fue protagonista con sus envíos a los postes. Mientras que Ignacio Corleto brindó la seguridad y ofensividad a la que el equipo recurrió cada vez que le hizo falta.
Seguramente cada nombre de esta lista de 30, más el agregado de Eusebio Guiñazú a última hora, habrán aportado su grano de arena en esta epopeya que quedará registrada en la historia del rugby argentino. Seguramente aún no se toma una verdadera dimensión de lo conseguido, pero también seguramente pocas veces un equipo de rugby argentino haya representado con tanto orgullo a su país para llegar tan lejos. Salud entonces a un bronce brillante.
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